Mujeres de diferentes edades y en distintas etapas de su vida, mujeres que trabajan fuera de casa, dentro de ella, madres, mujeres de éxito, guapas, inteligentes, mujeres independientes, creativas, dinámicas, extrovertidas, mujeres valientes y seguras de sí mismas de quienes a priori resultaría sino increíble, poco probable, pensar que pudieran ser capaces de tolerar ciertos comportamientos por parte de sus pares contrarios, y sin embargo todas y cada una, entre las que me incluyo, los han tolerado, y me atrevería incluso a asegurar, que la mayoría de nosotras, de un modo u otro, justificado.
Absolutamente todas, me hablaban del egoísmo tremendamente arraigado en sus parejas, de su poca o nula muestra de empatía, de su desinterés y un largo etcétera de adjetivos y opiniones en el que no pretendo adentrarme, pues no quisiera se tachara este texto de feminista, no siendo, en ningún caso esta mi intención, pues es otro y a mi parecer, más importante, el motivo que me mueve a escribirlo.
¿Cual es la razón que nos lleva a actuar o razonar de este modo? ¿Por qué extraño motivo anteponemos la felicidad ajena a la propia? ¿Se debe este tipo de comportamiento a la carga genética propia del género femenino? o ¿Podría ser plausible, se deba a una sempiterna y rígida educación orientada a la inculcación de valores basados en la sensibilidad, benevolencia e indulgencia, atribuidos exclusivamente a nuestro género?
Mis últimas, aunque he de decir no se si acertadas, reflexiones, me llevan por difusos senderos, por los cuales camino a la deriva sin llegar a una conclusión precisa, atisbo sentimientos y pensamientos encontrados que algunas veces identifico con pasmosa claridad y otras se convierten en enormes espirales en las que resulta difícil hallar una salida clara.
Siendo más que evidente la diferencia existente entre los géneros femenino y masculino, y aunque se plantee la dicotomía sobre si este hecho es debido a una herencia genética o a influencias extrínsecas al “ser” humano, la relevancia radica, en mi opinión, en este hecho por sí mismo ¡somos diferentes!.
Se ha dedicado tiempo en demasía, a la equiparación emocional o de cualquier otra índole entre hombres y mujeres. Y es en la diferencia donde se encuentra la magia.
¿Cuantas veces hemos deseado que ellos cambien?, ¿en cuantos momentos hemos pensado tirar la toalla?, y sin embargo, continuamos cediendo como si fuésemos gomas cuyo elástico no tiene fin. Esperando a que los astros se conjuren y amanezca un maravilloso día en el que todo será perfecto.
Señoras, la perfección no existe. Ellos son como son y nosotras somos como somos, ya podemos llorar, patalear, luchar, abandonar o mandar todo al garete, somos nosotras las que debemos modificar nuestra conducta.
Las mujeres somos seres humanos extraordinarios, con una gran capacidad empática, de entrega, entusiasmo, trabajo duro, sacrificio, con impresionantes dotes artísticas, un enorme sentido del humor, una fuerza infinita, con la facultad de soportar grandes dosis de dolor y mostrar nuestra mejor sonrisa.
No hagamos de nuestra idiosincrasia una jaula, liberémonos de antiguos y pesados lastres, disfrutemos de nuestras cualidades, extraigamos de nuestro valor hasta la última gota. Debemos profundizar, indagar en nuestro interior, disfrutar de nuestra condición de mujeres, asumiendo y aceptando el reto que supone conocerse uno mismo.
No se trata de hacer una crítica al género masculino, ni de adjudicarle una culpa que quizá, no le corresponde, es algo más. Es una lucha que debemos librar con nuestra razón, con nuestra anquilosada costumbre. Rompamos las pautas inherentes a nosotras mismas, dediquémonos el tiempo que se nos ha negado. Desprendámonos del vestido de la dependencia y entremos en el mundo, jugando a despertar en cada instante.
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