MELECIO PIÉLAGO

Las mañanas eran de bullicio entrecortado. Cada cuarenta y cinco minutos las risas, gritos y agudas voces inundaban todos los recovecos, Melecio solía imaginar que era un gigante peludo y cabezón que sentado de cuclillas se entretiene en abrir y cerrar el tejado del Pablo Neruda como si de una caja de música se tratase, dejando escapar las notas  a su antojo.
Siempre quiso ser conserje, le encantaba ir del jardín al cuartucho de limpieza con el cubo de fregar en una mano y un libro bajo la otra. Melecio Piélago era un hombre tranquilo, de pequeños movimientos, solía gastar barba de dos días y boina ladeada.
Existía en el Pablo Neruda un rincón especial por el que su bedel albergaba cariño extremo. Se trataba de una añeja y lúgubre escalera que iba a morir al desván de muebles y cuadernillos viejos. Sentado en ella, ocupaba el señor Piélago inquebrantables horas leyendo libros eternamente leídos. Las horas que allí pasaba eran cada vez más largas, tan largas que se convirtieron en días y los días en semanas. Tan largas eran las horas, y tan leídos los libros y tan largo el tiempo de Melecio allí sentado, que sus pies se fueron inundando de escalera, las piernas se hicieron de raídas y grises astillas, las manos de nudos  de años. Únicamente su cabeza permaneció despierta sobre un escalón.

Descubrieron los niños la cabeza sonriente de Melecio Piélago, y la voz se corrió veloz por cada rincón del Neruda, todos se acercaban a verla. Y entonces, aquel paraje olvidado por trapos y plumeros se convirtió en camino necesario para alumnos y profesores. Tal fue el efecto, que se decidió rehabilitar el desván como aula de lectura, y cada tarde alguien contaba un cuento y le daba conversación a la cabeza risueña del conserje Melecio, quien siguió imaginándose gigante abridor de tejados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario