La cazuela burbujea tras la ventana de madera azul de la casa de los Briviesca. Situada al final de la calle López de Hinojosa, en pleno barrio señorial de la gran Colonia Pitiusa. Colonia en sus orígenes habitada por esquiladores temporeros de ganado ovino que con el tiempo fueron instalando sus residencias de manera permanente en la cálida ciudad de Laguna, debido al auge del sector ganadero. Debe su nombre a Pitiusa Gregoria Smith y Basauri, la desdichada y hermosa hija de Michael Smith, rico ganadero, impulsor de la actividad en la zona. La pobre Pitiusa falleció de manera repentina al tropezar con un pollo del corral que le hizo perder el equilibrio y dar con su cabeza en el suelo después de un trastabilleo tedioso. Su triste progenitor en pleno proceso de duelo decidió construir una mansión extravagante y enorme en honor de su descalabrada hija en aquel mismo lugar, a cuyo alrededor se fueron construyendo otras casas no tan enormes ni extravagantes, dando lugar al nacimiento de la gran Colonia Pitiusa.
Martina Briviesca canturreaba al son de los fogones y pensamientos, encorvada por los años dedicados a la crianza de los hijos y satisfacción del marido, mientras aderezaba un salmón que haría las veces de manjar para la cena de cumpleaños de Martinita, nieta primogénita del matrimonio Briviesca.
Martina y Rodolfo se conocieron hace ya muchos años, unos cuarenta cuentan ellos. Tras un precipitado matrimonio después de un corto noviazgo, fueron padres de dos hijos, Nicolás, un joven arquitecto con un futuro prometedor, y Cecilia, mujer florero del Conde de Torrelaguna, según las malas lenguas, más de Torrelaguna que Conde.
Rodolfo, médico por imposición y jubilado, pasa los días entre sus cachivaches y plantas, ancianete simpático de cabello plata y ojos chispeantes, guarda tras ellos un anhelo aventurero, que sacrificó por estricta resolución paterna.
-¡querida!- irrumpió Rodolfo la cocina ebrio de emoción y aspecto desaliñado,.-he estado pensando estos días en la cantidad de tiempo que pasas cocinando y en como se hinchan tus pies, así que me he dicho, ¡Rodolfo!, has de inventar algo capaz de relajar las maltrechas piernas de tu esposa. Ven, siéntate y pruébala, te las masajeará, te dejará como nueva-
Martina le miró de soslayo, mientras retiraba la cazuela del fuego, secó sus manos y se dirigió hacia el butacón.
En el mismo instante en que se sentaba, miró a los ojos de Rodolfo y sintió el impulso de levantarse, en el momento en que el marido enchufaba el invento con la mirada malévola y perdida y una ráfaga de corriente eléctrica recorría la fatal y mortífera poltrona.
Ella, entre el fragor y el desconsuelo se precipitó hacia la puerta sin atisbar el suelo bajo sus zapatos, respiraba con esfuerzo echa un manojo de nervios, pero sólo era capaz de correr y correr mientras por su mente rondaban a toda velocidad los años compartidos y a su espalda aquél esposo desconocido le pisaba los talones.
Rodolfo blandiendo el palo de escoba con rabia contenida como el Cid a la Tizona, se giró bruscamente, se lanzó hacia Martína, atinando a asestarle dos golpes, uno en la parte superior de la cabeza y otro en los riñones que la lanzaron contra la pared blanca de cal e incertidumbre. Ella haciendo acopio de toda la fuerza reservada de sus setenta años, empujó deslomada el portón de salida, desplomándose inconsciente en la realidad del jardín noble y hermoso de la Calle López de Hinojosa en la Gran y Señorial Colonia Pitiusa.
El terrateniente Rodolfo Briviesca, localizado muerto en su garaje tras intentar asesinar a su esposa e un ataque súbito de locura con una silla eléctrica casera. Su cadáver se halló sin una gota de sangre y varias laceraciones en las muñecas. Abría el Heraldo de Laguna de 28 de octubre de 1988.

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