LA CASA VALLEJA

Café recién hecho, es el aroma que desprenden las mañanas en casa de la abuela. Se escurre entre las rendijas de la puerta arrugada y marrón pintada mano sobre mano a lo largo del tiempo indecible.
Te levantas como una sonámbula, casi levitando y el olor a requemado de tostadas y a tomate triturado con ajo te seduce como la flauta de Hamelín a las ratas. Entras en la cocina  con vaho de brasero apenas encendido y la abuela te acerca el café y el cesto repleto de galletas horneadas. Te gusta el perfume de la abuela, huele a lana seca, a jabón, a polvos de talco, a humo y a hierro, a leña fresca recién cortada.
Como en cada viaje, ella te cuenta su rutina diaria, el estofado que prepara (aunque ya habías advertido el tufo de las judías verdes ablandándose), el paseo a la tienda de Antoñito García para comprarle una muda nueva al abuelo, creo que las colecciona dentro del armario impregnado de esencia de lavanda (cosa que te sigue sorprendiendo, porque según dice,  eso de lavarse no va con el, y a tus primas les vocifera desde el otro lado de la casa  que eso de bañarse tanto es cosa de putas), pero ella no ceja en su empeño.
Sales al patio y olisqueas el frió de naranjo escarchado mientras te encaminas al cuarto de baño caliente y atufado de resistencias de radiador.

Una vez finiquitado el aseo matutino le dices a la abuela que vas a dar un paseo hacia el cortijo. Al abrir la puerta te invade la fragancia de las aceras mojadas fruto de los acuerdos sobre limpieza del vecindario.

De camino inhalas los efluvios del campo en periodo invernal, a aceite de molinos trabajando a destajo, a restos de picón, a humo rancio de chimeneas agonizantes, a tierra húmeda, a guiso tempranero, a estiércol removido.

Tras los pasos recorridos, puedes volver en tu memoria a las tardes antiguas que hedían a sangre de cerdo degollado y chillante  sentada sobre las piernas de la abuela, en la puerta del cortijo mientras ella tarareaba una canción muy cerca de tu oído para despistarte el miedo.  

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